Poetas perdidos: Frank Stanford


En la poesía de los últimos cuarenta años, aquí y allá, han aparecido artículos, ediciones y lecturas colectivas sobre poetas que no tienen un rango definido en el mundo del prestigio literario (son casi desconocidos y no están en las antologías esenciales), pero gozan de un círculo de amigos o de un pequeño grupo de lectores que sostienen de manera apasionada la importancia de sus poemas y procuran rescatarlos del olvido.Todos estos poetas tienen como denominador común una vida poco favorecida, muchas veces acompañada de adicciones —con finales prematuros o trágicos—; están poseídos por una destructora llama vital y son carismáticos. Asimismo, su obra es de dimensiones reducidas y, en términos cualitativos, por el grado de “espontaneidad” o por la forma arbitraria que caracteriza sus composiciones, ofrecen dificultades al entendimiento, no rápido e inmediato, sino atento y detenido. Casi siempre están asociados a una estética vanguardista (creacionismo, estridentismo, surrealismo y, sobre todo, poesía beat). A esta clase de poetas pertenecen Omar Cáceres de Chile, Ramírez Ruiz de Perú, Raúl Gómez Jattin de Colombia, Álvaro Quijano y Santiago Papasquiaro de México y Frank Stanford de Estados Unidos, ahora publicado en una hermosa edición de Pretextos, Habla terreña (2023), traducido por Patricio Ferrari y Graciela S. Guglielmone.El poeta norteamericano, que vivió en Mississippi, Tennessee y Arkansas, residió durante mucho tiempo en la ciudad de Fayetteville, donde creó una poesía fuerte y, al mismo tiempo, desconcertante. Sus poemas nos presentan imágenes expresivas y poderosas, pero violentadas constantemente con giros imprevisibles y muchas veces sin ilación alguna. El primer efecto que nos produce Stanford es atracción, para dar paso, casi de manera inmediata, a un cambio de señales inesperadas, injustificables, y a un estado de desorden. En la relectura de sus poemas conservamos el asombro por algunas de sus visiones, pero no podemos salir de la confusión, como si ese talante de ambigüedad no fuera sólo la apariencia del poema, sino su esencia; como si en la estructura descoyuntada del texto residiera su razón de ser o, al menos, uno de sus motivos principales. Desde el primer poema de Habla terreña, “Joven arriero”, podemos ver esta manera de componer un texto: “encontré a la muerte y al amor/ colgados como perros en mi huerto/ no tenía ni escoba ni agua fría/ sólo un arado y un poni/ ambos brillaban como espejo/ de doble o nada…”. La idea de encontrar en nuestro jardín la decepción y la destrucción resumidos en algún ser atroz la podemos entender, así como podemos sentir la incapacidad de salir de esa situación, pero es difícil saltar a la idea de que “brillaban como un espejo de doble o nada”. Aquí el poema no sólo pierde articulación, sino poder expresivo, para extraviarse en palabras sin palabra, en imágenes sin imagen. A lo largo de Habla terreña, esta experiencia viene y va y nosotros vamos y venimos a través de ella. Advierto el poder expresivo de esta poesía, pero hay algo que no termina de funcionar. ¿En este desvalimiento y mutilación residirá, de manera suficiente, su interés original y primero?AQ

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